Y está bien claro que me alivio, como un curioso que observa el mal ajeno, como un fotógrafo de guerra que recoge instantáneas de caras embarradas y exhaustas, casi sin esperanza. De viaje, puedes ver a nuestros esforzados compañeros poniendo cien ojos en cien tareas distintas, y afrontando las avalanchas más solos que la una. Parecen los últimos de Filipinas, siempre a punto de caer desmayados y abatidos, siempre con cara atribulada, como de no ir al váter de ocho en ocho horas, y estar abandonando el tabaco y hasta la hora del bocadillo forzosamente, per collons.
Sin embargo, noto que la tristeza se ha adueñado de los expendedores, ya no hay tanta viveza como antes, tal vez el peso del verano, o la ausencia solvente de los compañeros habituales, hacen que los expendedores que yo he visto, tuvieran cara de cansados, de taquilleros de un peaje continuo, ya no hay ofrecimiento risueño y optimista, la soledad del puesto los ha transformado en bustos parlantes sin ninguna gracia, y hasta cierta desgana.
Los encargados nunca están a la vista, y si aparecen, lo hacen sin alegría, arrastrando los pies, siempre con papeles en la mano y una mirada desangelada, de condenados a cuarenta años y un día. Falta chispa en nuestro trabajo. Se vende menos, también se ofrece menos, y los trabajadores ya no son lo que eran, eso si, por la pista siempre hay una chica con chaleco amarillo que busca hacer cientes mano a mano, como los que venden hachís: ¿Te pongo...? -No hace falta, gracias. -Que si, que te pongo.
Hubo una expendedora que me quitó la manguera de la mano (con simpatía): "Me ha dicho el encargado que sirva a todo el mundo", dicho y hecho, ¡qué soy del gremio! le advertí; como si nada. Ella tenía orden de servir y lo hacía con disciplina militar. Yo en la tienda esperaba, y hubiese tenido tiempo de guardarme veinte chicles en los bolsillos si hubiese concebido la intención, pero las órdenes del encargado son sagradas, ella a lo suyo, que a los clientes la santidad se nos supone, como a los militares el valor, aunque la soledad pueda tentar los dedos largos.
Y así a lo largo de muchos kilómetros. Expendedores enfrascados en muchas tareas pidiendo auxilio con los ojos, con cara de besugo sin consumir. Unas contaban su odisea por las mañanas, solas ante el peligro, sin la valentía de Lara Croft para defenderse a mamporros, otros que si el lavado, otras que si el butano de las narices y lo imposible de realizar limpieza de servicios o de cualquier cosa; que si los contadores, que si los cafés, que si la pista, todos ellos la mayoría del tiempo solos, como un torero, ante situaciones comprometidas que requerían velocidad y cualidades de superheroe, en unos cuerpos, (salvo los de verano, jóvenes y peligrosos, y una golosina para los ases del tocomocho) la mayoría pasando de la cuarentena, que ya se empiezan a rendir a la exigencia cada vez mayor de la empresa.
De los encargados ni hablar, son como zombies de serie B, ni comen, ni duermen, y se pasan el día de la ceca a la meca con mala cara y pocas ganas ni de gruñir. "El mío esta de ocho a ocho", decía una con penilla.
He conocido gente estupenda, pero todos ellos cansados, faltos de ayuda, como si cada día les golpease un tsunami y tuvieran cogida la postura para no hacerse daño y sufrir lo menos posible la embestida.
Quiero felicitarlos a todos, por su trabajo, por su esfuerzo, por sobrevivir en soledad, por que los cuartos son los cuartos, y ya no sobra pasta en esas cuentas para añadir un compañero que comparta el trabajo con nosotros. Pasará la crisis, como pasa la vida, aunque me temo que de los buenos tiempos, como dice la copla, "no nos quede ni la memoria".
Que bueno!
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