Por suerte parece que la avería ya se ha conseguido arreglar, y el terminal de Solred me funciona perfectamente. Dios existe, o es que San Nicasio, es un fenómeno para problemas de telecomunicaciones. A partir de ese instante comienza el
baile propiamente dicho, el que ya me anunció mi compañero. De pronto vienen tres coches a la vez, intento servirles rápidamente, pero uno de ellos me dice que quiere dos repostajes de 31 euros. Un caprichoso vamos. Los otros dos clientes pasan a la tienda y yo quedo haciendo el segundo repostaje del primer cliente. Vaya trabalenguas. Decido ir a la tienda. Le digo que ahora vuelvo. Cobro a uno mientras el que está en pista, haciendo de las suyas, es decir, ni caso, quita la manguera del depósito, y echa un chorro de gasoleo en el suelo del tamaño del lago de Bañolas. Menuda gracia, pataleo en silencio. "Se ha caído un poco de gasoil", me dice el cliente responsable. ¡Un poco!, con lo que se ha vertido hubiese podido ir al trabajo durante los tres meses que tengo de contrato. "No se preocupe", le digo, estoy aquí para recogerlo y limpiarlo y para ser puteada de siete a tres manteniendo la sonrisa. Esto último, solo lo pienso, aunque se me debe notar en la cara que me ha sentado como una patada en el estómago.
Uno de los dos clientes se había ido al baño, así que me dispongo a cobrarle al señor de los dos repostajes -el inútil que me ha puesto la pista como un centro de patinaje- el cual antes ni de decir los buenos días, ya me estaba pidiendo sendos vales de descuento y me estaba soltando otros dos vales para que le aplicara el 3%. También me puso sobre el mostrador una tarjeta Repsol Más, la tarjeta de la Mútua y la Travel, y además quería factura. Era el típico: No-se-me-escapa-una, soy-más-listo-que-Dios.
En esto veo salir al tercer señor del baño, dar un repaso a los productos con origen, y coger una lata de aceite Parqueoliva. Dentro de mi sentí que el corazón me palpitaba mas deprisa, casi podía llorar de la alegría, ¡Mi primera lata de aceite! pienso. Me emociono como si Justin Biever me hubiera dado su teléfono, pero aún he de acabar con el espabilao al que estoy atendiendo. Le explico que solo puedo hacerle un descuento, no dos, y tampoco pasarle dos tarjetas, solo una. Refunfuña, se lamenta diciendo que no entendía porqué, si ofrecemos tantos descuentos, solo podemos hacer uno por operación. Después de realizar los varios pasos que hay que hacer para llevar a cabo aquel descuento, pienso dentro de mi que el inventor de aquel proceso debía de ser un informático novato, en el super bastaba con pasar la tarjeta, tres teclas como mucho, y listo, mientras que aquí había que hacer equilibrismos de teclado y memoria, hasta ver completada la operación. ¡Menudo informático de pacotilla! Seguro que hizo su curso por correspondencia en CCC. Eso, o que quería probar los límites de nuestra paciencia.
Acabo la primera operación y le hago la factura. Mientras oigo el rascado del folio dentro de la impresora, me reconcome el nerviosismo, pues el cliente de la lata de aceite harto de esperar me paga el repostaje en efectivo, deja la lata de aceite en su lugar y se marcha. De nada sirvió que me arrastrara por la pista gritando ¡por favor, por favor, cómpremela! Ya se había ido. Mi gozo en un pozo. Acabo con la segunda operación y la segunda factura del cliente, y al entregárselas me comenta que él quería una factura de 62 euros y no dos de 31. Le explico que no se puede hacer si no me avisa previamente, y me acusa de estar en babia y no poner suficiente atención. Me revuelve las tripas, y no le doy un rodillazo en los cojones por que tengo por medio el mostrador, pero ganas no me faltan. Él se marcha algo chamuscado, mirando de reojo, como si esperara que le hiciese un corte de mangas o algo así. Yo le dedico mi sonrisa falsa de: Que-te-den-mucho-por-donde-ya-sabes.
Por entonces, la pista ya empezaba a llenarse y no podía salir, suministrar y cobrar al mismo tiempo. Decidí quedarme en la caja, hasta que pasara la marejada.
Vino entonces la típica señora que viste Prada y bolso de Moschino, e insiste en que tengo que salir a servirla. Me tiro de los pelos. Es tanta la tabarra, y más que nada verla allí, creyéndose la reina de Inglaterra, que dejo al resto de clientes en la caja y salgo a fuera, la sirvo y vuelvo como un correcaminos, pensando que la media docena de personas que he dejado, han tenido tiempo de sobra para repartirse un buen botín de chicles, o de lo que quieran.
Sigo cobrando. A estas alturas mi sonrisa me ha dejado plantada, como a algunos el desodorante. Pensarán que estoy estreñida; alguno va a ofrecerme All-bran, y le voy a soltar una hostia.
Eran ya pocos mis problemas, y va y pare la abuela: El lavado ha arañado un coche, y el cliente exige atención inmediata. Tal vez si meto la cabeza en el microondas terminen mis problemas. Bloqueo las calles, echo a escobazos a la gente (es un decir), y pego otra carrera hasta el lavado. Ni que decir tiene que estoy hasta el c... de correr.
Una vez allí, veo el panorama, el cliente ha atravesado el coche en el lavado, como si quisiera encontrar un ángulo imposible para quitar el polvo a sus cristales. Le digo que es culpa suya. Para que quieres más, empiezan los tambores de guerra, se bajan del coche su mujer, los niños, y su perro, que me empieza a morder los pantalones. Insisto, la culpa es solo suya por meter mal el coche, y ellos me acusan de que las instrucciones no son claras, y de que no haya nadie para ayudarles a usar el lavado. En plena tamborrada de críticas, salgo corriendo pues el perro ya me ha llegado al hueso en uno de aquellos mordiscos al tobillo. Ellos me persiguen como en La Matanza de Texas solo que sin llevar sierra mecánica. En la puerta de la estación, tengo montada una manifestación de clientes a los que solo les faltan las pancartas y una barricada de basuras en llamas. Pido tranquilidad a todos, como quien pide moderación en la comida a una pandilla de zombies con gazuza de un mes. Si me hubiera puesto desnuda en plena plaza del Vaticano no se hubiera formado tanto revuelo como el que ya tenía montado allí, todos gritando como en una manifestación del 1º de Mayo.
Hago de tripas corazón. Llamada a la encargada, a la policía y a la brigada canina para que reduzcan al chucho que ya lo tengo a la entrada de la caja y al que tengo que reducir con el cepillo de barrer. Una hora de locura, que posiblemente me ha envejecido diez años. Resumen: dos hojas de reclamaciones, un parte de siniestro, y un buffet libre de chicles y refrescos para la multitud enfurecida. Busco por si hubiera una pistola escondida en el sotabanco, pero tengo que conformarme con darme cabezazos contra las paredes del obrador. Aun me queda media mañana. Buff, empiezo a plantearme si llegaré con vida hasta el final del turno.
Continuará...
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Antes de leer este relato deberías dirigirte a PESADILLA EN LA ESTACIÓN (1ª Parte) y leer el principio de esta historia.
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