Por
aquel tiempo era un hombre feliz. Entró a trabajar en la empresa
Campsared hace 15 años.
Cumplió con su trabajó, se esforzó, y demostró ser valedor de un reconocimiento.
A los dos años fue ascendido de expendedor a encargado general. Le gustaba su trabajo y se implicaba al cien por cien en todos los proyectos de la empresa, tanto que aquella estación, como en la canción de Antonio Vega, era el sitio de su recreo, una de sus mayores ilusiones.
Pasaron los años, formó una familia, y estaba orgulloso de llevar una vida alegre, de formar parte de una gran compañía y de hacer bien su trabajo.
Sin
embargo, un buen día empezó a sentirse mal y a bajar su
rendimiento. Puede que fuera la responsabilidad, puede que fuera el
exceso de trabajo o la exigencia continua de sus jefes. El no decía
nada. No le oías hablar, sólo lo hacía consigo mismo y nadie mas.
Se volvió solitario, más huraño, más preocupado de su estación.
Aconsejado por la familia fue al psicólogo y no se creía el diagnóstico: Depresión grave por ansiedad. La solución: No tomarse las cosas tan a pecho, y alejarse una temporada del foco de los males: el trabajo.
No hizo caso y no cogió la baja a pesar de que era la única forma de curarse. Esto no me está pasando -se dijo- no soy un "apenado" sin remedio. No hay nada que yo no pueda solucionar con más esfuerzo, con más concentración, solo es una tristeza temporal. Nada podía sufrir que el no supiera solucionar tirando hacia delante como siempre, y haciendo su trabajo bien y honradamente.
Y pasó tanto tiempo que llegó a ver sombras en color.
Y pasó tanta gente por delante que al final dejaron de verlo, y aunque el estaba allí, ya a nadie le llamó la atención. Su tristeza pasó a ser compañera sin saber que lo estaba devorando por dentro.
Cuándo estaba bien -o lo creía- alargaba sus días trabajando, y mientras fuera, el amanecer se fundía con la tarde, y esos días con otros días.
Con el tiempo empezó a temer al amanecer. Le parecía un vendaval de esos furiosos que quieren vapulearte a cada paso, de esos que no amainan, y que acaban haciéndote sentir más débil e insignificante, como los trozos de un quemado papel que no quieren aproximarse a la ventana para no perderse para siempre.
Pasaron los años y un calvario interior. Sabía de su fragilidad. Se acostumbró a montar esa armadura de cartón piedra que muestras a los demás pretendiéndoles convencer que es de acero forjado y que dentro no estás hecho pedazos sino indemne, con toda la fuerza para enfrentarte a los dragones de la vida.
Pero solo es una apariencia, ya no eres el guerrero invencible, y cada mañana sientes la pesadilla de una bestia corriendo tras de ti, como la muerte, como el cáncer.
Esperaba que le dijeran que todo era mentira, un sueño tonto y nada mas. Esperaba que un día ese viento amainase, soplase en otra dirección. Esperaba el sol y la calma. Esperaba la comprensión, y el apoyo. Esperaba un refuerzo de la suerte.
Pero no... el señor de la triste estampa ya no está en la empresa; nada les reprocha, no supo reaccionar a tiempo, optó por el camino de la lucha, y perdió.
De vez en cuando podeis verlo paseando su preocupante delgadez, con la mirada perdida, sin entender muy bien lo que pasó.
Cree en los fantasmas terribles de algún extraño lugar y no puede ocultar que ha tropezado con el monstruo de papel. Solo él lo ha visto y ha sufrido su asfixia.
Cierra los ojos. Inspira. Pero no os preocupéis, el señor de la triste estampa se recuperará y volverá a pensar en sus tonterías para hacer tu risa estallar.
Cumplió con su trabajó, se esforzó, y demostró ser valedor de un reconocimiento.
A los dos años fue ascendido de expendedor a encargado general. Le gustaba su trabajo y se implicaba al cien por cien en todos los proyectos de la empresa, tanto que aquella estación, como en la canción de Antonio Vega, era el sitio de su recreo, una de sus mayores ilusiones.
Pasaron los años, formó una familia, y estaba orgulloso de llevar una vida alegre, de formar parte de una gran compañía y de hacer bien su trabajo.
Aconsejado por la familia fue al psicólogo y no se creía el diagnóstico: Depresión grave por ansiedad. La solución: No tomarse las cosas tan a pecho, y alejarse una temporada del foco de los males: el trabajo.
No hizo caso y no cogió la baja a pesar de que era la única forma de curarse. Esto no me está pasando -se dijo- no soy un "apenado" sin remedio. No hay nada que yo no pueda solucionar con más esfuerzo, con más concentración, solo es una tristeza temporal. Nada podía sufrir que el no supiera solucionar tirando hacia delante como siempre, y haciendo su trabajo bien y honradamente.
Y pasó tanto tiempo que llegó a ver sombras en color.
Y pasó tanta gente por delante que al final dejaron de verlo, y aunque el estaba allí, ya a nadie le llamó la atención. Su tristeza pasó a ser compañera sin saber que lo estaba devorando por dentro.
Cuándo estaba bien -o lo creía- alargaba sus días trabajando, y mientras fuera, el amanecer se fundía con la tarde, y esos días con otros días.
Con el tiempo empezó a temer al amanecer. Le parecía un vendaval de esos furiosos que quieren vapulearte a cada paso, de esos que no amainan, y que acaban haciéndote sentir más débil e insignificante, como los trozos de un quemado papel que no quieren aproximarse a la ventana para no perderse para siempre.
Pasaron los años y un calvario interior. Sabía de su fragilidad. Se acostumbró a montar esa armadura de cartón piedra que muestras a los demás pretendiéndoles convencer que es de acero forjado y que dentro no estás hecho pedazos sino indemne, con toda la fuerza para enfrentarte a los dragones de la vida.
Pero solo es una apariencia, ya no eres el guerrero invencible, y cada mañana sientes la pesadilla de una bestia corriendo tras de ti, como la muerte, como el cáncer.
Esperaba que le dijeran que todo era mentira, un sueño tonto y nada mas. Esperaba que un día ese viento amainase, soplase en otra dirección. Esperaba el sol y la calma. Esperaba la comprensión, y el apoyo. Esperaba un refuerzo de la suerte.
Pero no... el señor de la triste estampa ya no está en la empresa; nada les reprocha, no supo reaccionar a tiempo, optó por el camino de la lucha, y perdió.
De vez en cuando podeis verlo paseando su preocupante delgadez, con la mirada perdida, sin entender muy bien lo que pasó.
Cree en los fantasmas terribles de algún extraño lugar y no puede ocultar que ha tropezado con el monstruo de papel. Solo él lo ha visto y ha sufrido su asfixia.
Cierra los ojos. Inspira. Pero no os preocupéis, el señor de la triste estampa se recuperará y volverá a pensar en sus tonterías para hacer tu risa estallar.
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