Los trabajadores de Campsared llevamos largo tiempo soportando presiones y cargas de trabajo por encima del límite. Los encargados por ejemplo, se quejan de la falta de empatía de sus jefes de zona. Aprietan porque dicen que a ellos también les aprietan, piden y exigen porque para ellos es sencillo y gratuito, no tienen que dar explicaciones, su tarea es alcanzar los objetivos sin detenerse a pensar en el trabajador, pasando por encima de sentimientos y a veces de derechos. No hay encargado que no haya llegado alguna vez hasta la zona roja del hartazgo.
Muchos añoran su época de expendedores, y deshojan ilusamente la margarita del regreso, pero eso no es posible, prevalece su capacidad de sufrimiento, la esperanza de que algún día esto mejore. Pero esto no mejorará, corren 'malos tiempos para la lírica', siempre ha sido así y el futuro no pinta diferente. Volverán a sus casas desencantados, aburridos y hartos de sus quehaceres, pero cada nuevo día arrastrarán su cuerpo hasta la oficina, se sentarán frente al ordenador, y reanudarán su triste jornada de trabajo, temiendo la llamada del jefe con sus incómodas preguntas y sus férreos mandatos, siempre pensando que el destino cambie su sino.
Junto a ellos, nos encontramos los expendedores, siempre rumiando quejas, sin entender muy bien algunas decisiones, soportando nuestra jornada —a veces larga y fatigosa— y las manías de quienes tenemos por encima.
Pero además de una considerable carga de trabajo, también aguantamos a la gente, los clientes y sus incordios, algunos con altanería, creyéndose por encima de nosotros. Soportamos esa matraca muchas veces solos, sin encontrar consuelo y apoyo por parte de la empresa, siempre con el temor de que se escape alguno sin pagar, haciendo de forma injusta una labor de comerciales que no nos corresponde, atendiendo las quejas y exabruptos, sintiéndonos menospreciados por unos y por otros.
En ese trajín malsano transcurren nuestras ocho horas, que pueden ser peores si nos visita el super jefe o el encargado se saca alguna chuminada de la manga. Solo algunos clientes nos devuelven la esperanza en el ser humano. Y con eso nos volvemos a casa, sabiendo que es un largo camino el que nos queda, que no mejoraremos, que todo va a seguir igual un día tras otro.
Así que, en eso estamos todos, sabemos que nadie nos valora lo bastante, ni la empresa como estamento, ni los que manejan este circo, ni los clientes; somos "la morrallita", que cantaba Carlos Cano. Volveremos al tajo, porque no tenemos otro remedio, ¿Puede una empresa seguir adelante con empleados afligidos y desilusionados?
Parece que sí, las pirámides de Egipto nos lo confirman, ya que se construyeron en las mismas condiciones.