Casi todas las tardes cuando marchaba el encargado corría hacia ella y con fervor de enamorado la llamaba bajito y le decía: "Ya se ha ido", y ella me sonreía gozosa y con mirada picarona, desbordando mis ansias de abrazarla.
Comenzaba rozándola con mansedumbre, sintiendo su presencia, oliendo su perfume, tocándola tan solo con el extremo de mis dedos. Acariciaba su cabeza, sus largas piernas, sus tobillos... Después, iba explorando serena y delicadamente su silueta, recreándome.
Su piel tenía sabores dulces que paladeaba con fruición. Con mis manos jugueteaba impaciente desde un extremo al otro, introduciendo mis dedos suavemente por secretos rincones de su cuerpo. A ella le gustaba ese juego. Era un placer cercano a la lujuria.
Siempre después de hacerlo, su piel tan suave y luminosa brillaba aún más, era más bella y resplandeciente y despedía un aroma agradable. Mis manos en cambio estaban impregnadas de olores y de restos de su epidermis adheridos después de las caricias, como si fuesen una parte embriagadora de su piel.
Su sonrisa lasciva provocándome en la penumbra de la tienda, me daba fuerzas para hacerlo una vez, y otra vez más, y todas la veces que ella me requería. Y a ella le apetecía siempre. Era insaciable en eso. Y yo le daba rienda a sus deseos hasta agotar mis fuerzas.
A veces, acercaba mi boca a su cabeza, y suavemente, por detrás, mordisqueaba su cuello dejando que mi aliento evidenciara mis deseos más íntimos. Ella se exhibía voluptuosa, mientras mis labios devoraban con ansiedad su piel, y mis besos mojaban el exquisito paladar de su epidermis.
Cuando pasaba mis dedos por su espalda se estremecía en silencio, y apreciaba como aumentaba su calor, y profería gemidos leves de placer comedido que tanto me gustaban. Su cuerpo cobraba vida y su piel brillo en cada envite de mis manos, y éstas no se cansaban nunca de acariciar su cuerpo, de gozar la finura y calidad de su tejido corporal.
Cuando estaba en turno de noche, esa semana disfrutábamos de la soledad y del placer sin límites.
Dejaba la tienda a media luz, y la iba desnudando poco a poco. Con cuidado le quitaba las prendas que ocultaban su piel. Me gustaba hacerlo despacio, sin perderme detalle, entreteniéndome en pequeñas manchas e imperfecciones de su cuerpo pulido y perfecto, y ella se sonrojaba y se reía. No escuchaba su voz, sólo gemidos suaves en la noche, entre el ruido de las cámaras frigoríficas.
Cada jornada, consumábamos nuestra relación sin importarnos nada ni nadie, expresábamos nuestros sentimientos sin hablar, de la forma más primitiva, piel contra piel, su suavidad contra mi fuerza, la rudeza de mis manejos codiciosos llenos de ansia, contra la sutileza de su formas bellas y fascinantes. Una sublimación de los deseos.
Mis compañeros que se enteraron, estaban ofendidos. El encargado me llamó la atención severamente, pero sacamos adelante aquel amor frente a todos y todo.
Sin embargo, un día ella se marchó.
Cambiaron los muebles de la tienda y aquella góndola de dulces con quien pasaba tantas tardes y noches de juego y de pasión, se fue dejándome desamparado y solo.
En las noches de luna, salgo a la pista y miro el cielo, y contemplando tantas estrellas refulgentes yo siempre pienso en ella.
Podrá haber muchas góndolas, más grandes, más modernas, y repletas de golosinas, pero ninguna tan bella, tan brillante y tan dulce como aquella.
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