Los vecinos apenas los conocen, un halo de misterio y una muy sórdida leyenda negra rodean el edificio.
Los niños corren cuando pasan delante de ella, los ecologistas portan dientes de ajo, las muchachas en flor no quieren ni asomarse, y todos se persignan y pasan con respeto frente al lúgubre caserón.
Los que vivimos cerca vemos sus árboles podridos, abandonados dentro de un jardín sucio, reseco y triste, con flores muertas y unas cuantas plantas ajadas porque no hay quien las riege, o hasta prefieren que estén así.
A su alrededor jamás vuelan los pájaros, y sobre el suelo yermo apenas crecen malas hierbas. Es un lugar sombrío y siniestro como las personas que entran y salen, unos tristes, otros serios, otros con látigos o cartas de apercibimiento.
Traspasar el umbral de aquel lugar es de mal rollo, como si cruzas Las Barranquillas por la noche, como si repasas las caries de un león.
Cuenta la leyenda que un joven arrogante y ambicioso secuestró a la doncella Campsared, virgen y martir, y la sedujo sometiéndola a sus juegos carnales, y que, al cabo de los años, enloquecido por el afán de lucro la puso a hacer la calle, y a sus hijos a hacer la venta activa.
El vecindario quiere vivir en paz. Yo, como todos, sueño con un mañana despejado y liviano, con noches claras y serenas, con un trabajo digno y apreciado, libre de fieras que me acechen.
Esta noche he sacado a pasear al perro y he visto otro cadaver de un encargado en la basura. Los habitantes de la casa aullan con lujuria en noches como ésta.
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